TEXTOS DE LA EXPOSICIÓN:
Dedico esta exposición a mis padres, Paqui, Fernando y Adelina.
Un memento para:
Javier, Andrés Orihuela, Fausto Olivares, Paco, Eduardo, Elvira, Juan
y José Luis Zarrías, Manolo, Lola Cortés, Vicente, Rosi...
y todos los muertos... de mi felicidad.
...«Como
había matado al pintor, mataría la obra del pintor y todo lo
que significaba. Mataría el pasado, y cuando hubiese muerto, sería
libre. Mataría aquella monstruosa alma viva, y sin sus horrendas advertencias,
recobraría el sosiego. Cogió
el cuchillo y apuñaló el retrato con él»
(El
retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde)
«MEMENTOS»
Hay exposiciones que no sólo no son fáciles sino que, además,
no nos producen el placentero sentimiento de estar contemplando ambientes
más o menos pastoriles, realidades aterciopeladas o estampas cotidianas
hilvanadas con el sobado hilo de la rutina. Antes al contrario -y éste
es el caso de la obra y el pensamiento de Gaspar Cortés Zarrías-
estamos ante una exposición que nos enfrenta a esa otra realidad,
posiblemente más real aunque menos sensorial, que subyace como cimiento
y sentido de esa existencia, la mayoría de las veces más sobrevivida
que vivida.
No resulta casual, más bien intencionadamente indagado, el propio título
de esta exposición, Memento, ese imperativo latino,
«acuérdate», tan histórica y litúrgicamente
unido a la espiritualidad y a la ascética. Ambos parámetros toman
cuerpo en la obra de Gaspar, igual que esas otras «presencias»
que se sugieren tras el vaho de la piel y aparecen como policromía de
mementos y momentos nada casuales.
Su pintura es, ante todo, una invitación al memento humano, a la reflexión
(re-flexión) o indagación en ese origen que nos determina y condiciona
como personas por muchas capas o distancia histórica y tecnológica
que hayamos puesto por medio. Su oficio de pintor resulta una insistente y
recurrente búsqueda de esa identidad que habita bajo los ropajes que
la ocultan e incluso la disfrazan. Es el memento como camino hacia la verdad
más íntima, núcleo desnudo y despojado de adherencias.
El cuerpo que vemos y sentimos es sólo fotográfico; se necesita
la radiografía de la intimidad para llegar al ser; la imagen ha de dejar
paso a la identidad, hay que atravesar la piel del espejo para llegar hasta
la realidad que se refleja en él, al ánima de ese animal humano
que somos. Y esto, a dos niveles: como humanidad de ese ser adánico
moldeándose a base de los sucesivos exilios de todos los paraísos
(los curvilíneos perfiles que el Adán miguelangélico adquiere
ante el dedo eólico del Creador se tensan y esquinan en nuestro pintor
ante el dedo ígneo que lo convierte en un ser errático que busca
permanentemente su significado y sentido en ese tránsito entre el alfa
y el omega de la nada); y como recorrido por un tiempo que le ha ido tatuando
el cuerpo hasta pirograbarle la culpa, la derrota y el abatimiento, haciendo
de su piel un mapa de tránsitos, un cuaderno de bitácora plagado
de surcos y cicatrices.
Dentro de esta indagación, de esa búsqueda, sintiéndose
miembro de una sociedad en permanente dialéctica, el artista no puede
estar sino abocado a un memento histórico. La radiografía de
su sentido como «homo temporum» le lleva a un buscar respuestas
a las interrogaciones actuales regresando sobre sus pasos hasta llegar a unos
antepasados, los íberos, última capa del subsuelo preescrito,
que representan la lucha espartana por la supervivencia a través del
casco y la falcata, la cicatriz y el sufrimiento. La comprensión atlética
y ascética de la existencia curte al cuerpo y le dibuja una musculatura
donde la geometría del dolor se encaja en el escorzo del grito y se
debate entre el abandono de lo contingente y una resistencia prometeica en
busca de esa gloriosa pasión de la que resucitarse.
Habrá de ser en esa búsqueda de la propia identidad entre el
paralelo de la humanidad y el meridiano de la historia como nuestro artista
llegue a su ubicación en el espacio afectivo del presente. Será así,
indagando en su memento biográfico, en la memoria -arrastre y sedimento
constructivo del yo- como Gaspar nos narre su llegada al carné, a la
carne de su propia identidad. La brújula orienta hacia el ensimismamiento
y el reencuentro en los seres más cercanos. La bóveda arquitectónica
que se elevó vuelve a ser la placenta recogida que fue.
La autenticidad de esos mementos de que venimos refiriendo
es tal que Cortés
Zarrías acaba sometiendo incluso a un memento matérico a sus
propios elementos de trabajo. Cuadros densos, llenos de matices y calidades
táctiles, de incidencias y relieves, de accidentadas geografías,
de heridas y costuras, de hebras y renglones, de sudor y de lágrimas,
de lacas y tintas, de óleos y de sangres, de pieles y grasas: esa
es la paleta y la gama de colores y dolores que coronan de laurel y de espinas
a ese hombre, sujeto activo y paciente, hacedor y destructor de su propio
destino. Lo que ahora es soporte plástico no ha de olvidar que antes
fue puerta o postigo, mesa o repisa, tabla y tronco; lo que ahora es arte
y objeto de contemplación ha sido tierra o polvo de mármol,
material de desecho, grasa animal o barniz vegetal. Así, la materia,
mediante el reciclaje artístico, se trasciende hasta alcanzar cierta
síntesis o reunificación teilhardiana en la que adquieren sentido
evolutivo todas las realidades y procesos anteriores. Hay que deshacerse
viviendo para realmente llegar a ser.
Resultado de los diferentes mementos anteriores es este memento antológico
que Gaspar nos ofrece en esta exposición. Esta narración de los
pasos y los caminos, de la postura y del proceso de Cortés Zarrías,
como persona y como artista, nos hace ver también esta exposición
como un calculado ajuste de cuentas con toda una etapa anterior, consciente
de que la vida es un problema de sucesivas operaciones -de cálculo y
quirúrgicas- hasta aproximarse a una solución o síntesis
que, en el fondo, no será
sino otra búsqueda -o la misma- de sí mismo. La identidad como
memento poliédrico.
José
Román Grima
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